miércoles, 20 de julio de 2016

El origen divino de las plantas, Ceralias

La humanidad ha sufrido dos grandes cambios a lo largo de su historia: la revolución neolítica y la revolución industrial. En la primera, hace unos 9 000 años, el hombre dejó de ser cazador-recolector para convertirse en sedentario. Los cereales fueron claves en ese nuevo periodo y el hombre de la época no dudó en encomendarse a los dioses para que el clima le fuese favorable y, de esta forma, poder controlar a la naturaleza.
La palabra cereal no tiene una derivación botánica estricta, sino que bajo esta denominación tienen cabida una serie de plantas herbáceas cuyo fruto suele transformarse en harina. Tienen cabida, por tanto, no solo plantas como las gramíneas (poaceae), sino también otras como las leguminosas (fabaceae), poligonaceae (trigo sarraceno) o chenopodiaceae. Su denominación deriva de la diosa romana del cultivo agrícola y la fertilidad, Ceres.


El imperio romano basó su desarrollo económico en la agricultura y el comercio. Los centros urbanos, desplazados hacia oriente, estaban bajo la influencia griega; sin embargo, si en algo superó con creces el imperio romano al heleno fue en las comunicaciones, lo que le permitiría poder actuar como un bloque sin fisuras. La Pax romana alcanzada por Octavio Augusto —cuando fueron vencidos cántabros y astures— fue el principio del gran auge del imperio, que alcanzaría su cenit en tiempos del emperador ibérico Trajano.
Este emperador fue el constructor del puerto emblemático de Roma, clave en las transacciones comerciales que permitían llegar con celeridad los productos agrícolas perecederos, como el grano que se producía en Alejandría y Cartago. En el siglo II antes de Cristo, el imperio romano ya había asumido del imperio griego la tecnología del pan, que se constituyó en el elemento esencial para la alimentación. «Pan y circo» era lo que se necesitaba para tener al pueblo contento, y las comunicaciones permitían que aquel llegara a buen puerto. Enclaves atlánticos como Cádiz, Oporto o Lisboa fueron frecuentados por los romanos y, sin duda, fueron paso obligado para las transacciones comerciales que se producirían con Canarias.


Hoy en día, el alejamiento que tiene la sociedad actual con la naturaleza ocasiona que le sea difícil percatarse de que el 95 % de nuestra alimentación procede del suelo. Con una economía de subsistencia, el europeo que en su día arribó en estas islas vivía plenamente integrado en el paisaje, por lo que no es de extrañar que las primeras datas de repartimiento de tierras especificasen que tenían que ser para «pan sembrar», haciendo más hincapié en el fruto que en la planta.
Si bien el aborigen ya cultivaba el cereal por el mes de agosto, al que llamaban «bellesmer», este nunca adaptó el terreno del modo en que lo hizo el europeo. Solo tenemos que contemplarlo para comprender el trabajo que supuso la construcción de las terrazas que lo allanaron para proceder a su cultivo. Por este motivo, la tierra fue siempre fuente para acceder a la riqueza y al poder, y ese sentimiento ha llegado a nuestros días. La alimentación y la sociedad estaban más estrechamente unidas y la devoción por el sustento recibido era un quehacer diario.



El adiestramiento del suelo requería su tratamiento. El grano debía ser sembrado: el morisco, de grano más pequeño, era la variedad de trigo más plantado frente a la barbilla, o castellana y, por su parte, el candeal o arisnegro era el que mejor se adaptaba a las medianías y cumbres. Tejina tenía posibilidad de cultivo en regadío y se decía que «barbechado y binado el terreno se resfría… y se forman con el arado las madres para regar. Cuando la tierra se halla en buen templero, se siembra al vuelo y se da una arada superficial y menuda para cubrir el grano… Si las lluvias no son suficientes, se riega de quince en quince días». En medianías se alternaba trigo y millo y, si la tierra era de secano, se alternaba también con el cultivo de garbanzos que enriquecían el suelo al fijar el nitrógeno. En algunas parcelas se hacía una rotación trienal con cebada y barbecho lo que exigía un aporte adicional de estiércol, por lo que se procedía de la siguiente forma: «Encerrándose por la noche el ganado ovejuno, en rediles portátiles o gambuesas, sobre la tierra vacía, y mudándose diariamente el lugar de aquellas hasta que todo el suelo se beneficie por igual con el excremento y el orín del ganado».



Una vez segado el cereal, en la era estaba la primera parada que sufría el mismo. Más de mil eras se han conservado hasta hoy, la mayoría de los siglos XIX y XX, y muchas de ellas con una gran plasticidad, lo que le confiere un gran valor etnográfico al suelo. La mayoría de forma circular, solían tener un pretil o muro con el fin de que el simiente no se saliese. Las tareas de trilla comenzaban con la cobra (caballos o mulos dando vueltas lograban asentar el cereal de una «parva», la cantidad del mismo que se empleaba de cada vez).
La trilla de una parva podía durar varios días, lo que nos da idea de lo fatigoso de la tarea. Una vez finalizadas las labores de trilla, se procedía a recoger el grano que, cernido y limpiado de impurezas, era conducido a un lugar seco protegido de las humedades y los roedores. El grano era almacenado en silos o graneros, en alhóndigas o pósitos, para proceder después a la molienda en molinos de viento o de agua.


Fue así que hasta bien entrado el siglo XIX la cultura del cereal condicionó nuestro paisaje. La vega lagunera —que, a pesar de su nombre, era completamente de secano— era un ejemplo del mismo. Caminos sin empedrar, molinos, pajares y eras fueron una imagen común que solo sería alterada por la trilladora, primero, y por el grano traído del exterior a comienzos del siglo XX, después.
Nombres como Los Silos, Icod de los Trigos, el Centenero o el Rodeo la Paja nos recuerdan estas tareas que fueron el centro de nuestra actividad social hasta prácticamente nuestros días, algo que se ha mantenido en nuestras costumbres y festejos de hoy.




En el pueblo romano las festividades en honor a Ceres o Ceralias tenían su antecedente en las fiestas griegas en honor a la diosa Deméter. En ellas se hacían sacrificios de animales y los festejos se prolongaban durante quince días, desde principios del mes de abril hasta el día diecinueve, fecha que, una vez cristianizada dicha fiesta, se transformó en la festividad del Espíritu Santo o de Pentecostés, que coincidía con la fiesta judía de las semanas, tal y como se contempla en el Éxodo: «También celebrarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la siega del trigo, y la fiesta de la cosecha a la salida del año».