
Cuando hace cien años se le denominó
a la Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial, no se tuvo presente que doscientos años antes hubo otra
que también fue internacional y afectó a varios continentes, la Guerra de
Sucesión al trono Español que concluyó con el tratado de Utrecht. Para España
se convirtió en una auténtica guerra civil que acabó focalizándose entre los
reinos de Castilla y de Aragón y tuvo como coletazo final el asedio de
Barcelona de 1714, la desaparición del Reino de Aragón y del concepto de
monarquía federal de los Habsgburgo. Carlos II, el Hechizado, dio paso a Felipe
de Anjou, nieto de Luis XIV, el rey del Sol francés y por tanto a la nueva
dinastía borbónica con el nombre de Felipe V. Toda Europa se estaba disputando
las propiedades del ya decadente Imperio Español y los intereses comerciales
con américa. En esta situación tanto Canarias como las colonias de ultramar se
vieron más aisladas que nunca.
El siglo XVIII fue una época cargada de
incertidumbres y pesadumbres para la población canaria como lo demuestra la
veintena de rogativas que se produjeron en el siglo. A las continuas hambrunas
derivadas de las sequías, se unieron las plagas de langostas, todo ello seguido
de una sucesión de erupciones volcánicas nada usuales. La primera de esta erupciones
se produjo en 1704 en Güimar, continuó con el de arenas negras de Garachico en
1706 que inutilizó su puerto y terminó con el de Chaorra o Narices del Teide.
Estos fenómenos fueron generales tanto en Canarias, como en América,
describiendo Anchieta una situación peculiar con el tsunami observado en
Bajamar.
La incomunicación que se tenía con la
metrópoli hacía que las ilegalidades estuviesen institucionalizadas de tal
forma que el contrabando y la piratería eran situaciones cotidianas. A pesar de
todo, el principal temor que se tenía era con el pirata berberisco. En 1702, de
un total de 482 esclavos rescatados de las mazmorras argelinas 98 eran canarios. Era un sociedad violenta, donde el asesinato con arma blanca y el
envenenamiento era lo que más se frecuentaba. José de Anchieta nos describió
con todo lujo de detalles estas situaciones. En 1796 el tejinero Francisco
Gabriel de Armas murió por ingerir sustancias venenosas, motivado por la relación
que mantenía su mujer Antonia Hernández Armas con el criado Juan Galván. Ya se
conocía por tanto la consecuencias que tenía el mal uso del aceite de ricino,
extraido de las semillas del tartaguero (rininus comunis). Conocido
desde entonces por sus propiedades purgantes y heméticas también se sabía de su
fuerte efecto sobre el estómago.
El trato con la ilegalidad era por tanto
moneda corriente para todos los estamentos sociales, no era extraño, por
ejemplo, que una Capitanía General se trasladase a Tenerife por la mayor
rentabilidad que proporcionaba el cultivo de la vid. Alvarez Rixo comentaba en
“Hace un Siglo” de Prudencio
Morales (1908) que habiendo embarcado 5 buques de guerra ingleses en el Puerto
de la Cruz en 1808 el Marqués de Casa-Cagigal, Capitán General, hizo acto
de presencia en el puerto. Inmovilizando él mismo las embarcaciones y citando a
Napoleón bastaron 8.000 pesos para que todo quedara resuelto.
En esta situación de clara inseguridad
parece desconcertante que la ciudad de La Laguna tuviese un diseño tan abierto
sin aparentes barreras de defensa. La respuesta nos la da el mismo Leonardo Torriani, ingeniero
militar encargado de las las defensas insulares en época de Felipe II.
“la ciudad está abierta por todas partes y no tiene
ninguna clase de murallas para poderla proteger contra los enemigos, ni se ha
pensado ninguna vez en fortificarla. Efectivamente, todas las defensas y
fuerzas de estas islas deben estar sobre el mar, porque por otra parte el
enemigo o no puede desembarcar sino en los puertos fortificados o que tienen
guardia, o si desembarca en otros puntos, no puede emprender marcha ni a esta
ciudad, ni a sus demás lugares y poblaciones. Además, por ser la ciudad tan
grarnde y desordenada, costaría demasiado su fortificación, por más que sea
débil y de poco bulto, de modo que no tratamos más de este particular”
Este
concepto de fortificación en el mar lo podemos contemplar hoy en día en el
Castillo San Juan Bautista, El Castillo Negro de Santa Cruz (junto
al auditorio), uno de las cinco fortalezas que tenía este puerto para su
defensa. A la sucesión de los castillos de San Francisco, San Cristóbal, del
Cristo de Paso Alto y el torreón de San Andrés se añadía un sexto a la vuelta
de las montañas de Anaga, el Castillo de Bajamar: La navegación de las
embarcaciones y su maniobrabilidad exigía seguir la dirección de los
vientos de barlovento lo cual requería una invasión desde el norte, siendo la
Mesa de Tejina el mejor atalayero por tener visión directa con el otro
extremo de la Isla, el puerto de Garachico.
La
importancia de la Atalaya en la defensa de La Laguna lo atestiguan atalayeros
documentados con nombres que nos suenan como Alexo Pérez (1620), Francisco
González (1658) o José Hernández (1660). Estos puestos de vigilancia permitían
la comunicación con Taganana y Santa Cruz a través de las atalayas del Sabinal,
Tafada, Roque de Antequera y Punta de Anaga. El temor a desembarco inglés que
se mantuvo durante todo el siglo provocó la construcción adicional de
fortalezas que reforzaron esta línea de defensa, lo cual se materializó
con la construcción del Castillo de Bajamar. Construido por el
ingeniero Joseph Ruiz en 1771 formaba parte de la batería de Tejina que
capitaneaba Tomás Suárez de Armas, segunda generación de la saga de militares
Suárez de Armas que iniciada por su padre Nicolás proveniente de Gran Canaria
se asentó en Tejina a comienzos de siglo y la continuó su hijo Tomás Suárez de
Armas y Delgado ya citado, su nieto Domingo Suárez de Armas y González y sus
bisnietos Gregorio y Juan Suárez de Armas y Morales.

REFERENCIAS:
1.- Recuerdos del tiempo viejo: artículos
publicados en la prensa de esta capital, B, Chevilly