Hace cuatrocientos años, el 26 de abril de 1616, fallecía de diabetes en
Madrid el príncipe de los ingenios, Miguel de Cervantes Saavedra, autor del
libro más editado de todos los tiempos después de la Biblia, El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha. Con un conocimiento inusual de medicina, que había obtenido por tradición familiar (su padre había
sido cirujano-sangrador, un oficio a
medio camino entre barbero y cirujano), describía genialmente los avatares de
Alonso Quijano, una persona que de poco dormir su cerebro se secó. Estas
influencias familiares las plasmó en la propia vestimenta del Quijote. Una bacía sangradora que arrebató al
morisco la utilizó como yelmo de Mambrino, lo que a semejanza de las
narraciones de las novelas de caballería le convertiría en invencible. Trataba un tema de tanta actualidad hoy en día como
complicado lo era en su momento, el envejecimiento y la salud mental. Lo
ilustra la respuesta que Sancho da a don Quijote en su pregunta de por qué
llamarle el Caballero de la Triste Figura:
[…]
verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura, y débelo haber causado […] o ya la falta de muelas y dientes.
En una época en la que se pasaba de la medicina galénica a una medicina
humanística, trató un tema como la melancolía con las dificultades que
entrañaba desligarlo de las supersticiones propias de la época. Confundir
enfermedades mentales con posesiones del maligno fueron actitudes frecuentes por
parte de la Inquisición. Referente de la novela costumbrista, Cervantes es sin
duda el mejor narrador de una época que coincidió con el primer poblamiento de
Canarias.
Cervantes fue un producto de su tiempo que participó en la guerra de
Lepanto, una guerra que puso freno al avance turco por el Mediterráneo. El
conflicto bélico obligó a genoveses y portugueses a abrir rutas alternativas
para el comercio bordeando la costa africana y pasando por Canarias. Canarias
ya era conocida por fenicios, cartagineses y romanos, pero hasta entonces no
dejaba de ser un rincón del imperio, un Finisterre del sur. Fue el portugués
llamado Gil Eanes (1434), a las órdenes del príncipe Enrique el Navegante, el
que supo sortear el cabo de Bojador. El descubrimiento de los vientos alisios
destruía al mítico cabo sin retorno, y con él dio comienzo la época de los
grandes descubrimientos.
A las costas canarias llegaron estos europeos a plantar caña y viña. A
diferencia de lo que le ocurrió en Azores y Madeira, Canarias estaba habitada,
lo que obligó a doblegar a su población aborigen, experiencia que luego se
utilizaría en la conquista americana. Topónimos como «Perdomo», «Jóver» o «Miraval»
nos recuerdan estos primeros momentos de poblamiento que estuvieron muy
condicionados por la orografía del terreno[i]. La inexistencia previa de
caminos obligó a que la principal vía de comunicación fuese la marítima y que
la primera red de caminos reales se estableciese uniendo puertos, lo que
perduró hasta bien entrado el siglo XIX.
Si los barrancos fueron un obstáculo para la comunicación entre pueblos,
también servían como línea de defensa ante los ataques piráticos. Cervantes fue
un ejemplo con sus cinco años de cautividad en Argel de que el temor al pirata berberisco estaba más que justificado.
El asentamiento de Tejina tiene la lógica de un lugar alejado de la costa, en
donde se estrangulan los barrancos de las Cuevas y de Milán, con embarcaderos
defendibles, Bajamar y Punta del Hidalgo y el mejor atalayero, la Mesa de
Tejina. Los acuerdos del Cabildo de Tenerife de 1587 dan cuenta en repetidas
ocasiones de la importancia que tenían los vigías de la Mesa de Tejina ante el
temido ataque de Maroto Arráez y Francisco Drake[ii]. La que conocemos hoy
como la extinta casa del manisero, por su ubicación al borde del barranco, en la
base de la Tejinetilla y con abundante agua, es la que mejor se adapta a ese
primer asentamiento.
El 20 de febrero de 1505, con motivo de la ascensión al trono de Juana de
Castilla tras la muerte de su madre Isabel la Católica, se produjo la primera
proclamación. Don Alonso de Lugo mandó sacar de la Iglesia de la Concepción, un
pendón con castillos y leones, y una granada y, tomándola Juan de Armas en
nombre del Adelantado, alzó el pendón y lo tremoló diciendo tres veces: «¡Castilla,
Castilla, por la Reina Nuestra Señora!».
Juan de Armas debía su apellido a ser tercer Rey de Armas, su abuelo
homónimo ya lo había sido con Juan I de Castilla, padre de Isabel la Católica.
Su hija María casó en Tejina con Hernán Gómez hijo de Asenjo.
Una de las primeras datas de repartimiento de aguas se le concede Asenjo
Gómez, portugués procedente de Tomar, al que los historiadores consideran el
fundador de Tejina en lo que hoy en día conocemos como la Fuente y el
Chorrillo. La temprana muerte de este en casa de su concuño, Sebastián Machado,
fundador de Tacoronte, ocasionó que su suegro Gonzalo González y su mujer
Francisca Afonso de Figueroa[iii], la vieja de Tejina, asumiese
la educación de sus hijos. Sus propiedades se sitúan hoy en día en el barranco
de Milán, que debe su nombre a Bartolomé Hernández Milán pero que, previamente,
había adquirido el nombre de sus anteriores propietarios, Francisco Afonso o el
Hospital de los Dolores por la presencia agustina.
Algunos historiadores consideran que fue Bartolomé, hermano de Hernán, el
que dio nombre al santo patrón de Tejina. Fue el primer alguacil de Tejina y
Tegueste y probablemente ejercía de atalayero en la Mesa de Tejina. También fue
el secretario de la primera visitación que hizo el Concejo. Bartolomé Gómez
casó en segundas nupcias con Juana Inés de Bethancourt, era por tanto concuño
de Juan del Castillo, uno de los primeros escribanos nacido en las islas,
puesto que era hijo del primer fiel ejecutor Gonzalo del Castillo y la guanche
Francisca Tacoronte[iv].
También habían sido escribanos su tío Pedro y su primo Hernando. El escribano
no tenía una especial relevancia social ni grandes patrimonios, era considerado
uno de tantos oficios que existían en la época. Leopoldo de la Rosa da la mejor
descripción a la muerte de Gonzalo del Castillo cuando describe que «su casa es
una modesta vivienda de labrador» y «le hemos quitado el hábito de Santiago
para dejar al descubierto a un hidalgo de vida honorable» y a petición de su
hijo Francisco ante Ángel Gutiérrez se comenta de Pedro:
[…]
su tío mentecato; viejo y desmemoriado; tiene necesidad de alguna ropa para su
vestir, por andar como anda muy roto y destrozado, y de dinero para sus
alimentos; es hombre pobre y de poco juicio, que anda destrozado y hecho
pedazos pidiendo por Dios por esta Villa.
A la muerte de Gonzalo, su mujer Francisca recibirá las datas de cuevas que
están donde las aguas de Juan Fernández se vierten al mar. Sin embargo, en una
sociedad en la que se prodigaba el analfabetismo, la existencia de un fedatario
público lo convertía en una pieza clave de las transacciones comerciales. Su
hijo Juan del Castillo, que sucede a su suegro Bernardino Justiniani en la
escribanía, muere ya con un considerable patrimonio distribuido por toda la
isla, una parte de ella en Tacoronte, El Sauzal y en los montes de Anaga.
Parece ser que las epidemias de peste dejaron sin descendencia castellana el
apellido del Castillo. No ocurrió lo mismo con su descendencia aborigen.
Francisco Albornoz, uno de los primeros Alcaldes Mayores, dejó claro ante
el reformador Ortiz de Zárate el futuro que le deparó a los bandos de Tegueste
y Tacoronte que eran de guerra:
[…]
después de bautizados los hicieron embarcar forzosamente y llevado a vender, a
algunos los vendieron en la isla.
Los protocolos notariales hacen mención de criados que, por no entender,
necesitaban de intérprete. Los apellidos Tegueste y Tacoronte se relacionan con
los últimos menceyes de ambos bandos. Ana Gutiérrez Bentor, del bando de Taoro,
otro de guerra, casa con el castellano Martín de Mena que adquiere las
propiedades que Juan del Castillo tiene en Anaga. Sebastián del Castillo, último
alcalde de Tejina, procedente de los Batanes, tuvo por bisabuela a Sebastiana
Rodríguez de Mena. Desde el pleito ganado por los guanches a los regidores del
cabildo en su derecho a portar a la Virgen de Candelaria en procesión, al
apellido «de Mena» siempre se lo ha considerado vinculado con estos matrimonios
mixtos entre europeos y aborígenes.
En 1604 vivían en Tejina, Bajamar y Punta del Hidalgo 250 personas. Dos de
estos vecinos fueron Juan de Mederos y Bartolomé de Estrada, ambos eran
cuñados, dado que Bartolomé había casado Beatriz hermana de Juan. La hija de
ambos, Ana Estacia de Mederos, casó con el Capitán Gaspar de Anchieta y Suazo,
nieto de Juan de Anchieta, padre del santo José de Anchieta. Tuvieron por hijos
a Esteban y Tomás de Anchieta. Tomás adquirió en Tejina los terrenos que
Francisco Afonso había trasmitido a su hijo Tomás de Morales. Los apellidos «Estrada»
y «Anchieta» correspondían a familias de varias generaciones de escribanos, «Estrada»
en la Orotava y «Anchieta» en La Laguna. Juan de Anchieta había sido escribano
mayor del Concejo. Aunque la escribanía era considerada una artesanía más,
serlo del Concejo eran ya palabras mayores. Hacía las veces de secretario dando
fe pública de las actuaciones y, aunque no tenía capacidad decisoria, solo le
superaba en consideración social la del gobernador y los regidores. Prueba de
ello era el lugar que ocupaba en las celebraciones públicas detrás de los
jurados y por delante del personero[v]. La familia Anchieta tiene
una presencia temprana en Tejina que aparentemente se mantiene durante siglos,
ya que se ha encontrado en copia de la lápida de María Dolores Ossuna y Saviñón,
muerta en 1810 en Tejina. Las casas de Ossuna y Saviñón son las que continúan
la línea sucesoria de la de Anchieta.
Esta presencia escribana en Tejina abre la esperanza de localizar
documentación que permita elaborar la historia de Tejina, aunque hay que tener
muy presente que con frecuencia los mejores legajos no aparecen donde se espera.
Cervantes, al regresar de Lepanto como soldado
aventajado y con las oportunas recomendaciones, cree tenerlas todas consigo e
intenta hacer las américas; sin embargo, se sorprende con las respuestas y se
le cierran todas las puertas. Gracias a este destino, crea la obra genial de Don Quijote en donde demuestra
claramente que sabe utilizar las mejores fuentes. En farmacología y terapéutica
utiliza la principal guía de la época el Dioscórides
de Andrés Laguna. De esta manera narraba que para curar a don Quijote las
heridas y arañazos que le produjo un gato, le pusieron aceite de aparicio que
es lo que se conoce como aceite de hipérico (Hypericum crispum), al que en
aquel tiempo se le atribuían virtudes febrífugas, astringentes, vulnerarias,
vermífugas y diuréticas. Sin embargo, no contempló los adelantos que se estaban
llegando de las américas, como las nuevas resinas medicinales, purgantes, los
bálsamos de Perú y de Tolú, estramonio, coca y nuevas plantas alimenticias. Por
eso no es de extrañar que tampoco recogiese los conocimientos que por carta
remitía el canario más internacional, el santo José de Anchieta a su pariente
san Ignacio de Loyola. José de Anchieta, un desconocido en este aspecto,
aprovechó su experiencia juvenil con el pueblo guanche para entablar una comunicación
exitosa con el pueblo tupí. A través de sus cartas nos transmitió las
benevolencias de la dieta vegetariana. Mostaza, mandioca o calabazas eran
descritas por Anchieta, así como los sabrosísimos frutos de sapucaia (Lecythes
pisonis) y el fruto por antonomasia, el iba (Araucaria angustiflora),
nuevas plantas curativas como la poaia (Cepahalis
ipecacuana), verdadera panacea para los indios que la utilizaban como
emético, tónico, expectorante o laxante y multitud de observaciones médicas,
naturistas y antropológicas [vi]
[i] Francisco Báez Hernández.
La comarca de Tegueste (1497-1550, un modelo de organización del espacio a raíz
de la conquista.
[ii] Antonio Rumeu de Armas. Piraterías y ataques navales a las Islas
Canaria: Tomo II primera parte.
[iii] José Luis Machado. Buscadores
de sueños del Oceáno Atlántico y la España de ultramar.
[iv] José Antonio Cebrián
Latassa. La familia de Gonzalo del
Castillo. Revisión parcelada de la historia de Canarias. Museo Canario,
2005.
[vi] Tomás
Zerolo Davison. José de Anchieta y la Medicina. IEC, 1997 n.41 (1996) p.77-78.
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