martes, 22 de mayo de 2018

Camino de San Bartolomé (I), la isla tiberina






La prosperidad del imperio romano fue debida en gran medida a su capacidad para mantener unidas a todas su provincias. Tan importante era para el imperio las minas de estaño de Britania (Inglaterra), como las de sal de Dacia (Rumanía). Lo que marcó las diferencias con el imperio griego fueron sus vías de comunicación que eran claves para mantener esta unidad, y para lo cual, la flota y sus puertos eran fundamentales.  Subir en las barcazas por el río Tíber desde Ostia hasta Roma debía de impresionar a los navegantes. Se encontraban  de improviso con una isla en medio del río con forma de barco que se comunicaba con la ciudad por sendos puentes, los puentes de Fabricio y Cestio. Para los ya conocedores de la isla el efecto tampoco podía ser muy tranquilizador al tratarse de un espacio que aunque hospitalario también les recordaba  que era un lugar para el aislamiento  de la enfermedad y de la muerte. Esta isla Tiberina a la que se le conocía en  épocas paganas  como “Insula Aesculapii” se volvía tristemente visitada en épocas de peste.



Contaba la leyenda que en el año 293 a.C. Roma sufrió una terrible peste y después de dos años de sufrimiento se consultaron los Libros Sibilinos para encontrar un remedio en Epìdauro (Grecia), donde el famoso santuario de Asclepio tenía la serpiente viva convenientemente consagrada con las virtudes positivas de su veneno. A una delegación romana se le encomendó traer esta serpiente y cuando subían el río la serpiente escapó y arenó indicando el lugar donde construir el templo para la nueva divinidad griega. El santuario se convirtió entonces en una especie de hospital donde, después de la purificación del cuerpo, por la noche se procedía al “incubatio”, o sea un sueño profético que a menudo conllevaba una curación milagrosa. Con el cristianismo esculapio fue sustituido por los santos milagrosos en especial por aquellos a los que se le reconocían cualidades sanadoras como San Bartolomé que en Armenia había curado de epilepsia a la hija del rey lo que en la época se le consideraba una especie de exorcista. Entre las mismas columnas del templo de Esculapio en el siglo XI se erigió la iglesia de San Bartolomé de la Isla y con los rezos nocturnos se esperaba el milagro igualmente eficaz. La Iglesia fue edificada por el emperador Onorio III para recordar el mártir Adalberto, pero desde que se dedicó al apóstol San Bartolomé se acogen a enfermos y esta tradición ha continuado a través de los siglos, llegando a nuestros días. Las reliquias de San Bartolomé se encuentran custodiadas bajo sus columnas. Comenta la leyenda que siguieron todo un periplo marinero desde armenia protegida en cofres de plomo llegaron a la isla de Lipari, cerca de Sicilia y bajo la presión sarracena se trasladaron a Roma.



En la Edad Media la asistencia sanitaria que efectuaban los monjes proporcionaban hospitalidad y compasión más que verdaderas intervenciones terapéuticas. Fue en los monasterios donde se conservó el saber heredado del imperio romano y  la orden benedictina seguidora de San Benito de Aniano (750-821) la que compiló las diferentes reglas en la Concordia regularon basado sobre todo en la orden del Obispo de Hipona. Fueron los Benedictinos los responsables de las reliquias de San Agustín de Hipona que siguieron un periplo marinero similar a las de San Bartolomé, la presión sarracena trasladó las reliquias del santo a la ciudad de Pavía en el año 722 que se conservan en una caja de plata en la basílica de San Pedro in Ciel d`Oro. En 1213 se transfirió su custodia a los canónigos regulares de San Agustín que se consideraron desde entonces los herederos directos del estilo de vida del Obispo de Hipona considerando a San Agustín el pater cononicorum.



La entrada del nuevo milenio supuso cambios en todos los órdenes, se cree que la población europea llegó a duplicarse gracias a la falta de epidemias, benignidad del clima y mejoras en la producción agrícola. El estado feudal declinaba y se consolidaba las nuevas monarquías. La población se trasladó a las nuevas urbes surgiendo la burguesía como nuevo grupo social. El románico daba paso al gótico mucho más luminoso debido a que el peso de las techumbres ya no recaía sobre las paredes sino sobre las columnas, convirtiendo a las catedrales, vivienda del obispo, en el principal centro social. En este ambiente surgieron las órdenes mendicantes, que no eran ni eremitas, ni monjes, ni canónigos regulares que pretendían retomar el proceder y la forma de vida de los primeros cristianos abriéndose a la nueva sociedad. La formación monásticas dió paso a la escolástica y los monasterios pasaron a llamarse conventos. Así aparecieron autores mendicantes de la talla de san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino entre los dominicos o de san Buenaventura, Alejandro de Hales y el beato Juan Duns Escoto en la corriente franciscana.



El IV Concilio de Letrán quiso poner orden entre todos los grupos considerados como heréticos que surgieron. De igual forma quiso dotar de cierta organización a todos los grupos ermitaños, entre ellos a los de la región de Tuscia, que rebasaba  la actual Toscana y que junto con la de Siena llegaban a la misma Roma. En 1243 cuatro frailes solicitaron al Papa la unión de estos ermitaños bajo la regla de San Agustín. La orden se constituyó como tal en 1252 con el nombre primero de Hermanos Ermitaños de la Orden de San Agustín de Tuscia. Con el tiempo fueron los encargados también de la custodia de los restos de San Agustín de Pavía depositados en la basílica de San Pedro in Ciel d`Oro.
A partir del año 1500, la isla tiberina se convirtió en un auténtico centro hospitalario con médicos y laicos. Entre ruinas y epidemias apareció en la isla tiberina en 1527, un hombre nuevo con el deseo de llevar consuelo y alivio a las penas de los enfermos, se trataba del español Juan de Dios, fundador de la congregación de los Hermanos Hospitalarios, que se encargará del cuidado de los pacientes ingresados en la Isla de Esculapio

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