viernes, 25 de septiembre de 2015

Piedra y madera


Palabras como «cambullón», «carvallo» o «sorimba» nos recuerdan nuestros orígenes portugueses. Forman parte de nuestro patrimonio intangible. Utilizando una expresión enológica, la palabra «sorimba» siempre me pareció una palabra redonda. La primera vez que la escuché no me percaté de que yo utilizaba una variante de la misma, «sorumba», en una de sus tres acepciones, la de  'persona aturdida'.
Cada mañana contemplo cómo vacían una casona lagunera. Mantienen intacta sus paredes exteriores, su piel, pero le quitan su alma. No sé si los responsables saben que esta casona (ubicada en la calle de San Agustín en el cruce con Juan de Vera) fue la vivienda del último boticario, Antonio de Castro y Peraza, y que, probablemente, también fue la primera que utilizó el médico cordobés, Manuel de Ossuna, cuando llegó a La Laguna el primero de su apellido. En una ciudad Patrimonio de la Humanidad transforman una vivienda, que tiene una singular vinculación con Tejina, en un conjunto de piedras sin alma.
La calle Juan de Vera (que debe su nombre al cirujano Juan Martínez de Vera) da salida a la ciudad a través de la cruz de madera de los herreros y comunica con la carretera de Gregorio Suárez. A través de esa carretera (que siempre se llamó, por eso, «de Tejina») se llegaba a las canteras de Pedro Álvarez o a las del Pico Bermejo, de donde se extraían las piedras necesarias. Al final de la misma, existía otra construcción perteneciente a los De Vera de Tejina, descendientes de Diego de Vera, hermano de Pedro de Vera, conquistador de Gran Canaria. Tomás Martín González Rodríguez, conocido como Tomás González Alejos, era bisnieto de Alejo Rodríguez de Vera, quien casó con Josefa Suárez Delgado. Tomás era el tío de Alejos Sebastián González González y el abuelo materno de mi bisabuelo Matías. Vivía en la casa que conocemos en Tejina como «la casa del Obispo» porque pertenecía a una capellanía de don Jerónimo Mora, canónigo de la catedral de Las Palmas. Tomás González Alejos vivía allí junto con su mujer, María del Carmen Melián Alonso, sus siete hijos (Sebastián, José, Tomás, Juana, Gregorio, Nicolás y Elvira) y su nieto Francisco ─al que, luego, en Tejina conoceríamos como Pancho González, el constructor de la represa─. Pero, demostrando una falta de sensibilidad patrimonial más acorde de otros tiempos, este icono de la arquitectura rural Canaria fue derruido para construir el Complejo Parroquial.
Mientras tanto, en el otro extremo de la vía, en La Laguna, en esta época de revoluciones isabelinas, vivía el hijo del boticario Sebastián Castro y Cámara, compañero universitario de Gregorio Suárez y suegro del Inspector Farmacéutico Municipal de la calle de Herradores, Sebastián Álvarez Escobar (1861-1936). Don Chano Álvarez, como se le conocía en La Laguna, utilizó su experiencia docente como profesor de Física y Química en el entonces llamado Instituto de Canarias para tecnificar las tertulias de rebotica, convirtiendo su farmacia en un verdadero centro intelectual de La Laguna de este cambio de siglo, coincidiendo con los inicios de la reapertura de la Universidad de La Laguna y nutriéndose, por ello, de sus primeros docentes. Personajes como los poetas José Tabares Bartlett, Antonio Zerolo Herrera o José Hernández Amador, fundador y primer presidente del Ateneo de La Laguna, frecuentaban su tertulia (1).
Tuvo don Chano, entre sus doce hijos, una fructífera descendencia universitaria, tres farmacéuticos, tres médicos, un abogado y dos maestros. Sus hijos José y Sebastián llegaron a ser contertulios de Miguel de Unamuno en Barcelona cuando este iniciaba su carrera literaria y con él intercambiaron incluso correspondencia. Otro de sus hijos, Luis Álvarez Castro, fue el médico que nunca quiso venir a Tejina pese a la insistencia del pleno; en su lugar, con el tiempo, vino Fernando Reig, que residía en Tegueste. Esta ausencia de médico pocos años después de la epidemia de gripe de 1918 (la mal llamada «gripe española») fue el aspecto más reivindicado por Adolfo González Rivero para requerir la segregación de Tejina del Ayuntamiento de La Laguna.
La frialdad de las piedras siempre fue compensada con la calidez de la madera. Pese a lo que se cree, el uso de maderas como el barbusano o el viñátigo fueron rápidamente restringidas. El apartado número 25 del primer Libro de plenos del Concejo (celebrado el 28 de enero de 1498) exigía claramente la licencia que tenía que conceder Jerónimo Valdés para autorizar la tala de pinos y la multa de 600 maravedíes si no se solicitaba. Las antiguas ordenanzas especificaban el grosor del árbol que se podía talar y establecían que, por cada pino talado, se tenían que plantar otros diez. Jerónimo Valdés era el lugarteniente del adelantado Alonso Fernández de Lugo y cuñado de Daniel Álvarez, suegro de Bartolomé Gómez, alguacil de Tejina en estos primeros momentos de su poblamiento.
Prueba de estas restricciones también es el expediente que se conserva en el Ayuntamiento de La Laguna por el cual, Martín Alejos, tío de Tomás, solicitaba autorización del Cabildo en 1824 junto a José Rojas y Agustín Hernández para proceder a la tala de pinos, con el fin de obtener la tea necesaria para la construcción de sus casas. Esta madera se talaba en Santiago del Teide y, a través del mar, la introducían por Jover. Esta cultura maderera también nos une a los portugueses, como nos lo recuerda el puerto de La Madera, entre el Pris y Mesa del Mar, por donde en Tacoronte la arribaban. En La Madera existe un topónimo, «Punta del Garajao», en recuerdo a un ave parecida a la pardela y, en la bahía de Funchal en la isla de Madeira, existe otro saliente rocoso con el mismo nombre (2). De los portugueses heredamos la tecnología de la conducción de agua basada en troncos de barbusano que eran previamente vaciados o la utilización de toneles de roble o carvallo que se importaban del norte de Portugal.
Desde antiguo se valoró la calidad de la madera canaria. En 1583 el inglés Thomas Nichols comentaba: (3)
«[…]algo más abajo (de la cumbre y zona fría de la misma) se hayan árboles grandes llamados “viñátigos” que son extremadamente pesados y no pudren en ninguna agua aunque queden en ella mil años. Hay otro árbol llamado “barbusano” de igual calidad con muchas sabinas y pinos. Y por debajo de esta clase de árboles hay bosques de laureles, de diez y doce millas de largo…».
Fray Alonso de Espinosa en 1591 citaba otros árboles como acebuches, lentiscos, sabinas, barbuncos, tiles, palos blancos, viñátigos o escobones (4). El adelantado Fernández de Lugo ya las utilizó para las construcciones de embarcaciones que le llevaron en sus aventuras por Berbería. Leonardo Torriani también describía el tamaño de estos árboles que permitían la construcción de iglesias sin tener que hacer empalmes o nudos entre sus vigas. De igual importancia eran los derivados de esta industria maderera como la pez (obtenida por combustión de la madera), tan necesaria para calafatear las embarcaciones.
La laurisilva, nuestro monteverde, es una auténtica joya botánica. Es un paleobosque mediterráneo; los vientos Alisios y su humedad han permitido su conservación en este rincón
atlántico que se llama Macaronesia. El viñátigo (Persea indica), símbolo de la isla de la Gomera y, sobre todo, el barbusano (Apollonias barbujana), conocido como el ébano de Canarias por su color oscuro, fueron las maderas más apreciadas desde los orígenes. Pese a las restricciones, un ecologista y conservacionista muy temprano, llamado nada menos que Viera y Clavijo (5), decía del barbusano que:
«[…] las continuas cortas de un árbol tan precioso, el daño de los ganados en las nacencias, el increíble descuido en replantarlo anuncian ya muy próxima su total extinción en nuestros bosques, con descréditos de sus naturales y excración de las generaciones futuras».
Walter Gropius (arquitecto vanguardista especializado en nuevos materiales) no dudaba al
defender la arquitectura funcional manifestar que la tendencia a crear formas nuevas no es contraria a la tradición. Tradición y radicalismo los consideraba perfectamente compatibles. Comentaba que la tradición no debe desdeñarse puesto que nos da la experiencia de nuestros antecesores a la que nosotros añadimos lo vivo, lo actual. La savia de la vida nos la da los contrastes, pero esta no debe consistir en diferenciar lo nuevo de lo antiguo, sino en la sabia integración de ambos. Esto me recuerda a la invención del piano, un instrumento hecho de cuerdas y madera que, en su momento, se consideró vanguardista y perfecto. Su acrónimo, el pianoforte, lo describe todo e integra a la perfección lo suave de pianísimo con el estruendo de lo forte. Al igual que le ocurre al pianoforte, la madera le da a la vivienda la templanza requerida para poder escuchar el alma de la piedra.
«Sorimba» procede del portugués «sorumbático», palabra que, con el significado de 'melancólico', las idas y venidas de America la fueron transformando. Yo quisiera creer que fue la melancolía del indiano (con el recuerdo de los vientos Alisios que le permitían el retorno) la que le dio su tercer significado de 'lluvia fina y con viento' que, junto a la niebla de Nivaria, crearon el ambiente necesario para mantener este bosque primitivo y autóctono, muy apetecido para la aventura americana.

REFERENCIAS:
(1) Alfonso Morales y Morales, Discurso de clausura del Instituto de Estudios Canarios, 1984.
(2) Nicolás Pérez García. «Tacoronte, noticias del siglo XVIII». El Día (20 de marzo de 2015).
(3) A. Ciaranescu, Thomas Nichols,  p. 112.
(4) Fray Alonso de Espinosa. Historia de Nuestra Señora de Candelaria, Santa Cruz de Tenerife, 1967, p. 29.

(5) José de Viera y Clavijo. Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias.