lunes, 19 de septiembre de 2016

Tejina, en algún rincón de nuestra memoria



Hace cuatrocientos años, el 26 de abril de 1616, fallecía de diabetes en Madrid el príncipe de los ingenios, Miguel de Cervantes Saavedra, autor del libro más editado de todos los tiempos después de la Biblia, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Con un conocimiento inusual de medicina, que había obtenido por tradición familiar (su padre había sido cirujano-sangrador, un oficio a medio camino entre barbero y cirujano), describía genialmente los avatares de Alonso Quijano, una persona que de poco dormir su cerebro se secó. Estas influencias familiares las plasmó en la propia vestimenta del Quijote. Una bacía sangradora que arrebató al morisco la utilizó como yelmo de Mambrino, lo que a semejanza de las narraciones de las novelas de caballería le convertiría en invencible. Trataba un tema de tanta actualidad hoy en día como complicado lo era en su momento, el envejecimiento y la salud mental. Lo ilustra la respuesta que Sancho da a don Quijote en su pregunta de por qué llamarle el Caballero de la Triste Figura:

 […] verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura, y débelo haber causado  […] o ya la falta de muelas y dientes.



En una época en la que se pasaba de la medicina galénica a una medicina humanística, trató un tema como la melancolía con las dificultades que entrañaba desligarlo de las supersticiones propias de la época. Confundir enfermedades mentales con posesiones del maligno fueron actitudes frecuentes por parte de la Inquisición. Referente de la novela costumbrista, Cervantes es sin duda el mejor narrador de una época que coincidió con el primer poblamiento de Canarias.
Cervantes fue un producto de su tiempo que participó en la guerra de Lepanto, una guerra que puso freno al avance turco por el Mediterráneo. El conflicto bélico obligó a genoveses y portugueses a abrir rutas alternativas para el comercio bordeando la costa africana y pasando por Canarias. Canarias ya era conocida por fenicios, cartagineses y romanos, pero hasta entonces no dejaba de ser un rincón del imperio, un Finisterre del sur. Fue el portugués llamado Gil Eanes (1434), a las órdenes del príncipe Enrique el Navegante, el que supo sortear el cabo de Bojador. El descubrimiento de los vientos alisios destruía al mítico cabo sin retorno, y con él dio comienzo la época de los grandes descubrimientos.
A las costas canarias llegaron estos europeos a plantar caña y viña. A diferencia de lo que le ocurrió en Azores y Madeira, Canarias estaba habitada, lo que obligó a doblegar a su población aborigen, experiencia que luego se utilizaría en la conquista americana. Topónimos como «Perdomo», «Jóver» o «Miraval» nos recuerdan estos primeros momentos de poblamiento que estuvieron muy condicionados por la orografía del terreno[i]. La inexistencia previa de caminos obligó a que la principal vía de comunicación fuese la marítima y que la primera red de caminos reales se estableciese uniendo puertos, lo que perduró hasta bien entrado el siglo XIX.



Si los barrancos fueron un obstáculo para la comunicación entre pueblos, también servían como línea de defensa ante los ataques piráticos. Cervantes fue un ejemplo con sus cinco años de cautividad en Argel de que el temor al pirata berberisco estaba más que justificado. El asentamiento de Tejina tiene la lógica de un lugar alejado de la costa, en donde se estrangulan los barrancos de las Cuevas y de Milán, con embarcaderos defendibles, Bajamar y Punta del Hidalgo y el mejor atalayero, la Mesa de Tejina. Los acuerdos del Cabildo de Tenerife de 1587 dan cuenta en repetidas ocasiones de la importancia que tenían los vigías de la Mesa de Tejina ante el temido ataque de Maroto Arráez y Francisco Drake[ii]. La que conocemos hoy como la extinta casa del manisero, por su ubicación al borde del barranco, en la base de la Tejinetilla y con abundante agua, es la que mejor se adapta a ese primer asentamiento.
El 20 de febrero de 1505, con motivo de la ascensión al trono de Juana de Castilla tras la muerte de su madre Isabel la Católica, se produjo la primera proclamación. Don Alonso de Lugo mandó sacar de la Iglesia de la Concepción, un pendón con castillos y leones, y una granada y, tomándola Juan de Armas en nombre del Adelantado, alzó el pendón y lo tremoló diciendo tres veces: «¡Castilla, Castilla, por la Reina Nuestra Señora!».



Juan de Armas debía su apellido a ser tercer Rey de Armas, su abuelo homónimo ya lo había sido con Juan I de Castilla, padre de Isabel la Católica. Su hija María casó en Tejina con Hernán Gómez hijo de Asenjo.
Una de las primeras datas de repartimiento de aguas se le concede Asenjo Gómez, portugués procedente de Tomar, al que los historiadores consideran el fundador de Tejina en lo que hoy en día conocemos como la Fuente y el Chorrillo. La temprana muerte de este en casa de su concuño, Sebastián Machado, fundador de Tacoronte, ocasionó que su suegro Gonzalo González y su mujer Francisca Afonso de Figueroa[iii], la vieja de Tejina, asumiese la educación de sus hijos. Sus propiedades se sitúan hoy en día en el barranco de Milán, que debe su nombre a Bartolomé Hernández Milán pero que, previamente, había adquirido el nombre de sus anteriores propietarios, Francisco Afonso o el Hospital de los Dolores por la presencia agustina.
Algunos historiadores consideran que fue Bartolomé, hermano de Hernán, el que dio nombre al santo patrón de Tejina. Fue el primer alguacil de Tejina y Tegueste y probablemente ejercía de atalayero en la Mesa de Tejina. También fue el secretario de la primera visitación que hizo el Concejo. Bartolomé Gómez casó en segundas nupcias con Juana Inés de Bethancourt, era por tanto concuño de Juan del Castillo, uno de los primeros escribanos nacido en las islas, puesto que era hijo del primer fiel ejecutor Gonzalo del Castillo y la guanche Francisca Tacoronte[iv]. También habían sido escribanos su tío Pedro y su primo Hernando. El escribano no tenía una especial relevancia social ni grandes patrimonios, era considerado uno de tantos oficios que existían en la época. Leopoldo de la Rosa da la mejor descripción a la muerte de Gonzalo del Castillo cuando describe que «su casa es una modesta vivienda de labrador» y «le hemos quitado el hábito de Santiago para dejar al descubierto a un hidalgo de vida honorable» y a petición de su hijo Francisco ante Ángel Gutiérrez se comenta de Pedro:

 […] su tío mentecato; viejo y desmemoriado; tiene necesidad de alguna ropa para su vestir, por andar como anda muy roto y destrozado, y de dinero para sus alimentos; es hombre pobre y de poco juicio, que anda destrozado y hecho pedazos pidiendo por Dios por esta Villa.



A la muerte de Gonzalo, su mujer Francisca recibirá las datas de cuevas que están donde las aguas de Juan Fernández se vierten al mar. Sin embargo, en una sociedad en la que se prodigaba el analfabetismo, la existencia de un fedatario público lo convertía en una pieza clave de las transacciones comerciales. Su hijo Juan del Castillo, que sucede a su suegro Bernardino Justiniani en la escribanía, muere ya con un considerable patrimonio distribuido por toda la isla, una parte de ella en Tacoronte, El Sauzal y en los montes de Anaga. Parece ser que las epidemias de peste dejaron sin descendencia castellana el apellido del Castillo. No ocurrió lo mismo con su descendencia aborigen.
Francisco Albornoz, uno de los primeros Alcaldes Mayores, dejó claro ante el reformador Ortiz de Zárate el futuro que le deparó a los bandos de Tegueste y Tacoronte que eran de guerra:

 […] después de bautizados los hicieron embarcar forzosamente y llevado a vender, a algunos los vendieron en la isla.



Los protocolos notariales hacen mención de criados que, por no entender, necesitaban de intérprete. Los apellidos Tegueste y Tacoronte se relacionan con los últimos menceyes de ambos bandos. Ana Gutiérrez Bentor, del bando de Taoro, otro de guerra, casa con el castellano Martín de Mena que adquiere las propiedades que Juan del Castillo tiene en Anaga. Sebastián del Castillo, último alcalde de Tejina, procedente de los Batanes, tuvo por bisabuela a Sebastiana Rodríguez de Mena. Desde el pleito ganado por los guanches a los regidores del cabildo en su derecho a portar a la Virgen de Candelaria en procesión, al apellido «de Mena» siempre se lo ha considerado vinculado con estos matrimonios mixtos entre europeos y aborígenes.



En 1604 vivían en Tejina, Bajamar y Punta del Hidalgo 250 personas. Dos de estos vecinos fueron Juan de Mederos y Bartolomé de Estrada, ambos eran cuñados, dado que Bartolomé había casado Beatriz hermana de Juan. La hija de ambos, Ana Estacia de Mederos, casó con el Capitán Gaspar de Anchieta y Suazo, nieto de Juan de Anchieta, padre del santo José de Anchieta. Tuvieron por hijos a Esteban y Tomás de Anchieta. Tomás adquirió en Tejina los terrenos que Francisco Afonso había trasmitido a su hijo Tomás de Morales. Los apellidos «Estrada» y «Anchieta» correspondían a familias de varias generaciones de escribanos, «Estrada» en la Orotava y «Anchieta» en La Laguna. Juan de Anchieta había sido escribano mayor del Concejo. Aunque la escribanía era considerada una artesanía más, serlo del Concejo eran ya palabras mayores. Hacía las veces de secretario dando fe pública de las actuaciones y, aunque no tenía capacidad decisoria, solo le superaba en consideración social la del gobernador y los regidores. Prueba de ello era el lugar que ocupaba en las celebraciones públicas detrás de los jurados y por delante del personero[v]. La familia Anchieta tiene una presencia temprana en Tejina que aparentemente se mantiene durante siglos, ya que se ha encontrado en copia de la lápida de María Dolores Ossuna y Saviñón, muerta en 1810 en Tejina. Las casas de Ossuna y Saviñón son las que continúan la línea sucesoria de la de Anchieta.
Esta presencia escribana en Tejina abre la esperanza de localizar documentación que permita elaborar la historia de Tejina, aunque hay que tener muy presente que con frecuencia los mejores legajos no aparecen donde se espera.



Cervantes, al regresar de Lepanto como soldado aventajado y con las oportunas recomendaciones, cree tenerlas todas consigo e intenta hacer las américas; sin embargo, se sorprende con las respuestas y se le cierran todas las puertas. Gracias a este destino, crea la obra genial de Don Quijote en donde demuestra claramente que sabe utilizar las mejores fuentes. En farmacología y terapéutica utiliza la principal guía de la época el Dioscórides de Andrés Laguna. De esta manera narraba que para curar a don Quijote las heridas y arañazos que le produjo un gato, le pusieron aceite de aparicio que es lo que se conoce como aceite de hipérico (Hypericum crispum), al que en aquel tiempo se le atribuían virtudes febrífugas, astringentes, vulnerarias, vermífugas y diuréticas. Sin embargo, no contempló los adelantos que se estaban llegando de las américas, como las nuevas resinas medicinales, purgantes, los bálsamos de Perú y de Tolú, estramonio, coca y nuevas plantas alimenticias. Por eso no es de extrañar que tampoco recogiese los conocimientos que por carta remitía el canario más internacional, el santo José de Anchieta a su pariente san Ignacio de Loyola. José de Anchieta, un desconocido en este aspecto, aprovechó su experiencia juvenil con el pueblo guanche para entablar una comunicación exitosa con el pueblo tupí. A través de sus cartas nos transmitió las benevolencias de la dieta vegetariana. Mostaza, mandioca o calabazas eran descritas por Anchieta, así como los sabrosísimos frutos de sapucaia (Lecythes pisonis) y el fruto por antonomasia, el iba (Araucaria angustiflora), nuevas plantas curativas como la poaia (Cepahalis ipecacuana), verdadera panacea para los indios que la utilizaban como emético, tónico, expectorante o laxante y multitud de observaciones médicas, naturistas y antropológicas [vi]




[i] Francisco Báez Hernández. La comarca de Tegueste (1497-1550, un modelo de organización del espacio a raíz de la conquista.
[ii] Antonio Rumeu de Armas. Piraterías y ataques navales a las Islas Canaria: Tomo II primera parte.
[iii] José Luis Machado. Buscadores de sueños del Oceáno Atlántico y la España de ultramar.
[iv] José Antonio Cebrián Latassa. La familia de Gonzalo del Castillo. Revisión parcelada de la historia de Canarias. Museo Canario, 2005.
[v] Lourdes Fernández Rodríguez. La formación de la oligarquía concejil en Tenerife: 1497-1629.
[vi] Tomás Zerolo Davison. José de Anchieta y la Medicina. IEC, 1997 n.41 (1996) p.77-78.

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