La prosperidad del imperio romano fue
debida en gran medida a su capacidad para mantener unidas a todas su
provincias. Tan importante era para el imperio las minas de estaño de Britania
(Inglaterra), como las de sal de Dacia (Rumanía). Lo que marcó las diferencias
con el imperio griego fueron sus vías de comunicación que eran claves para
mantener esta unidad, y para lo cual, la flota y sus puertos eran
fundamentales. Subir en las barcazas por el río Tíber desde Ostia
hasta Roma debía de impresionar a los navegantes. Se encontraban de improviso
con una isla en medio del río con forma de barco que se comunicaba con la
ciudad por sendos puentes, los puentes de Fabricio y Cestio. Para los ya
conocedores de la isla el efecto tampoco podía ser muy tranquilizador al
tratarse de un espacio que aunque hospitalario también les recordaba que era un lugar para el aislamiento de
la enfermedad y de la muerte. Esta isla Tiberina a la que se le conocía en
épocas paganas como “Insula Aesculapii” se volvía tristemente
visitada en épocas de peste.
Contaba la leyenda que en el año 293 a.C.
Roma sufrió una terrible peste y después de dos años de sufrimiento se
consultaron los Libros Sibilinos para encontrar un remedio en Epìdauro (Grecia),
donde el famoso santuario de Asclepio
tenía la serpiente viva convenientemente consagrada con las virtudes positivas
de su veneno. A una delegación romana se le encomendó traer esta serpiente y
cuando subían el río la serpiente escapó y arenó indicando el lugar donde
construir el templo para la nueva divinidad griega. El santuario se convirtió
entonces en una especie de hospital donde, después de la purificación del
cuerpo, por la noche se procedía al “incubatio”, o sea un sueño profético que a
menudo conllevaba una curación milagrosa. Con el cristianismo esculapio fue
sustituido por los santos milagrosos en especial por aquellos a los que se le
reconocían cualidades sanadoras como San Bartolomé que en Armenia había curado
de epilepsia a la hija del rey lo que en la época se le consideraba una especie
de exorcista. Entre las mismas columnas del templo de Esculapio en el siglo XI
se erigió la iglesia de San Bartolomé de la Isla y con los rezos nocturnos se
esperaba el milagro igualmente eficaz. La Iglesia fue edificada por el
emperador Onorio III para recordar el mártir Adalberto, pero desde que se
dedicó al apóstol San Bartolomé se acogen a enfermos y esta tradición ha
continuado a través de los siglos, llegando a nuestros días. Las reliquias de
San Bartolomé se encuentran custodiadas bajo sus columnas. Comenta la leyenda
que siguieron todo un periplo marinero desde armenia protegida en cofres de
plomo llegaron a la isla de Lipari, cerca de Sicilia y bajo la presión
sarracena se trasladaron a Roma.
En la Edad Media la asistencia sanitaria
que efectuaban los monjes proporcionaban hospitalidad y compasión más que
verdaderas intervenciones terapéuticas. Fue en los monasterios donde se
conservó el saber heredado del imperio romano y la orden benedictina
seguidora de San Benito de Aniano (750-821) la que compiló las diferentes
reglas en la Concordia regularon basado sobre todo en la orden del
Obispo de Hipona. Fueron los Benedictinos los responsables de las reliquias de
San Agustín de Hipona que siguieron un periplo marinero similar a las de San
Bartolomé, la presión sarracena trasladó las reliquias del santo a la ciudad de
Pavía en el año 722 que se conservan en una caja de plata en la basílica de San
Pedro in Ciel d`Oro. En 1213 se transfirió su custodia a los canónigos
regulares de San Agustín que se consideraron desde entonces los herederos
directos del estilo de vida del Obispo de Hipona considerando a San Agustín el pater
cononicorum.
La entrada del nuevo milenio supuso
cambios en todos los órdenes, se cree que la población europea llegó a duplicarse
gracias a la falta de epidemias, benignidad del clima y mejoras en la
producción agrícola. El estado feudal declinaba y se consolidaba las nuevas
monarquías. La población se trasladó a las nuevas urbes surgiendo la burguesía
como nuevo grupo social. El románico daba paso al gótico mucho más luminoso
debido a que el peso de las techumbres ya no recaía sobre las paredes sino
sobre las columnas, convirtiendo a las catedrales, vivienda del obispo, en el
principal centro social. En este ambiente surgieron las órdenes mendicantes,
que no eran ni eremitas, ni monjes, ni canónigos regulares que pretendían
retomar el proceder y la forma de vida de los primeros cristianos abriéndose a
la nueva sociedad. La formación monásticas dió paso a la escolástica y los monasterios
pasaron a llamarse conventos. Así aparecieron autores mendicantes de la talla
de san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino entre los dominicos o de san
Buenaventura, Alejandro de Hales y el beato Juan Duns Escoto en la corriente
franciscana.
El IV Concilio de Letrán quiso poner orden
entre todos los grupos considerados como heréticos que surgieron. De igual
forma quiso dotar de cierta organización a todos los grupos ermitaños, entre
ellos a los de la región de Tuscia, que rebasaba la actual Toscana y que
junto con la de Siena llegaban a la misma Roma. En 1243 cuatro frailes
solicitaron al Papa la unión de estos ermitaños bajo la regla de San Agustín.
La orden se constituyó como tal en 1252 con el nombre primero de Hermanos
Ermitaños de la Orden de San Agustín de Tuscia. Con el tiempo fueron los
encargados también de la custodia de los restos de San Agustín de Pavía
depositados en la basílica de San Pedro in Ciel d`Oro.
A partir del año 1500, la isla tiberina se
convirtió en un auténtico centro hospitalario con médicos y laicos. Entre
ruinas y epidemias apareció en la isla tiberina en 1527, un hombre nuevo con el
deseo de llevar consuelo y alivio a las penas de los enfermos, se trataba del
español Juan de Dios, fundador de la congregación de los Hermanos
Hospitalarios, que se encargará del cuidado de los pacientes ingresados en la
Isla de Esculapio
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