Comentaba la farmacéutica chilena Dina Rossi,
en sus teorías sobre el origen de las plantas, que solo la importancia que han
supuesto estas para la supervivencia del ser humano justifica el empeño que han
mostrado todas las civilizaciones para explicar su origen divino.
La mitología griega manifestaba de esta
manera que existía una pareja que se amaba profundamente pero que, tal era la
belleza de él, que Hera se encaprichó y deseó hacerle su amante. Sin embargo,
él la rechazó diciendo que nunca abandonaría a su amada a la que siempre le
sería fiel. Hera, despechada, la mató y, ante su asombro, él (apoyado en un
laurel mientras lloraba por su amor perdido) se castró para demostrar su
fidelidad más allá de la muerte. La sangre que se derramaba caía sobre la
tierra, y de ella brotaron unas plantas con flores de color violeta. Desde
entonces, el violeta simboliza el color de la melancolía, pero también de la
fidelidad. [i]
Hoy en día podemos comprobar que la
presencia de las flores y del pan son un elemento común en muchas fiestas
patronales que tienen por finalidad la exaltación de la vida y de los bienes
recibidos. La explosión de color que nos llega con la primavera ha sido también
símbolo de fecundidad y la garantía de supervivencia que aparece tras la
incertidumbre del invierno.
El número cuarenta y nueve, o las siete
semanas de siete (que tantas implicaciones espirituales y sobre fecundidad
tienen) no hacen otra cosa que reflejar esa necesidad humana de celebrar la
llegada de la primavera. El hecho de que el día cuarenta y nueve de gestación
se visualice la glándula pineal o los órganos sexuales del feto ha inducido a
considerar que es en ese día cuando el alma toma posesión en el cuerpo y, por
tanto, cuando comienza la vida humana, por lo que esta fecha entra de lleno en
el debate sobre el aborto.
Por su parte, la fiesta de las mieses, o
del grano apto para panificar, tiene la equivalencia en la cultura cristiana
con la fiesta de Pentecostés o de llegada del Espíritu Santo cincuenta días después
de la Resurrección, casi siete semanas, en la que con forma de llama este se
presentó sobre las cabezas de los Apóstoles y la Virgen. A este día se le
considera el inicio de la religión cristiana.
En el medievo era el color blanco el que se
imponía en los vestidos de lino. Tener un vestido de color fue un auténtico
lujo que solo se popularizaría siglos después con la llegada de los colorantes
sintéticos, las anilinas. Cuando los portugueses fundaron Tejina, Europa estaba
inmersa en un renacimiento cultural y Miguel Ángel pintaba la bóveda de la
Capilla Sixtina. Pese a no considerarse pintor sino escultor, creó por mandato
papal (en cuatro años y a luz de las velas) una verdadera maravilla dedicada a
la creación del universo (lo que también le ocasionó la cervicalgia que
arrastró toda su vida). En ella podemos contemplar cómo representó la creación
de las plantas como acto consecutivo al del Sol y la Luna pero le dedicó solo
una pequeña fracción del espacio porque a Miguel Ángel le interesaba más la
representación de los cuerpos,, sobre todo el masculino.
El declive cultural que había supuesto la
Edad Media provocó que en el Renacimiento utilizásemos a los clásicos como referente.
Si los canarios hiciésemos lo mismo con nuestros ilustrados, nos llevaríamos
gratas sorpresas. Viera y Clavijo se basó en la historia para proponer
alternativas a las recién creadas Asociaciones Económicas Amigos del País.
Propuso, por ejemplo, retomar el cultivo de la hierba Pastel o Glasto [ii], (Isatis tinctoria),
un cultivo introducido por los portugueses desde Madeira y Azores tendente a la
obtención del colorante azul que ha dejado rastros del mismo con topónimos como
la Montaña del Pastel en los límites de los municipios de Tacoronte y el
Sauzal. Dejó otros más claros en la isla de El Hierro, en donde se han
conservado los molinos de piedra característicos, similares a los aceiteros, en
los que una muela superior gira verticalmente sobre la piedra inferior
alrededor de un eje de madera vertical.
En febrero se hacía la primera plantación,
que se recogía en junio. Hasta tres plantaciones se hacían al año. Después de recogidas
las hojas, muy parecida a las del llantén (Plantago major) se dejaban
marchitar algunos días antes de la molienda. Reducidas a pasta las hojas, se
sacaban del molino y se apilaban en montones apretados para permitir la
fermentación. Durante diez o quince días se secaban de nuevo mezclando la masa
y transformándolos en bolas de aproximadamente una libra (327 gramos). Se
dejaban secar a la sombra durante diez o quince días. Una vez seca, se reducía
a polvo y, humedeciéndola, se amasaba de nuevo. Se secaba y embalaba dejándolo
listo para los tintoreros.
Las primeras descripciones de la planta
nos la da Plinio en la que nos describe su uso en pinturas corporales en
pueblos como los bretones, tal y como nos lo recuerda Mel
Gibson en Break Hearth. La hierba pastel también tuvo uso farmacológico. Utilizado como diurético y
astringente, sus hojas en cataplasma eran muy útiles para reducir
inflamaciones, cicatrizar úlceras y detener hemorragias, un buen acompañante,
por tanto, para servir en el arte de la guerra.
Según Viera, su abandono fue debido a la
introducción del añil americano o índigo y, por ello, manifestaba “de modo
que hasta el conocimiento de la yerba pastel se ha borrado de entre los
canarios”.
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